miércoles, 10 de septiembre de 2014

Un trabajo para toda la vida.

Recuerdo, hace unos treinta años, cómo el padre de un amigo mío se desgañitaba buscando entre sus influencias, alguna, que pudiera proveer de un trabajo para su hijo. El padre tenía en  poca consideración a su vástago y dudaba de que se pudiera ganar la vida y la de su familia si no tenía un buen cobijo trabajando en una gran empresa. Por eso le buscaba un puesto de trabajo, con la seguridad de que si pasaba desapercibido, cualquier cosa sería un trabajo para toda la vida, y en la confianza de que se la podría ganar, aun siendo un poco así como era.
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Estoy viendo la televisión un rato, después de despertar de la siesta y aparecen unos trabajadores de una empresa de hierros corrugados de los que se utilizan para las estructuras de cemento. Cuenta la noticia que llevan varios días plantados en la entrada de la fábrica porque van a despedir a una cuarta parte de la plantilla después de que hace un año había despedido a otros tantos.
       Es una situación muy habitual en estos tiempos.
       La empresa, al parecer, para mantener el puesto de trabajo les ofrece bajar una tercera parte del salario. La dirección alega que tienen los salarios más altos del sector y que no es competitiva y que, todavía así, han de aumentar las horas de la jornada laboral.
       La argumentación de los trabajadores pronto se entreteje con cuatro frases viejas y gastadas que exponen entre todos y que poco las pueden defender en las circunstancias de crisis en las que vivimos y que desde luego no son capaces de superar la dialéctica económica mística que se establece en estas circunstancias.
       ·   Llevamos veinticinco años trabajando en la empresa.
       ·   En los años pasados la empresa ganó mucho dinero.
       ·   Ahora no hay pedidos y el plan de viabilidad que hicieron con los anteriores despidos no lo han cumplido.
       ·   Hemos de defender a toda costa nuestros puestos de trabajo.
       ·   Tienen que intervenir las instituciones públicas y esta situación no la pueden permitir que durante años hemos generado impuestos.
       A estas situaciones irresolubles son a las que nos lleva el sistema a personas de cierta edad y con una experiencia que no ha salido de las cuatro paredes de una fábrica y con conocimiento de un sector basado en la construcción que difícilmente verá la salida. Conociendo la realidad, ahora en tiempos de crisis o aunque no haya crisis en el ambiente, a todas estas personas el futuro que se les abre, es un futuro que está oscurecido por la incertidumbre. En medio de estos distingos: los unos se ponen en el lugar de los trabajadores, los otros entienden a la empresa, y otros tantos: ya consideran con normalidad la situación. Las soluciones siguiendo los cánones normales no son sencillas hasta que no escampe y nadie sabe cuando va a escampar, y aun así, a nadie se le ocurre la manera de dar solución a este problema salvo convocar una manifestación para reclamar que se creen nuevos puestos de trabajo.
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La idea de tener un trabajo para toda la vida, que seguramente proviene de aquella idea gremial que ha perdurado durante siglos, con la que alguien tenía un oficio y con ese oficio, con mejor o peor fortuna, subsistía toda su vida. En estos tiempos la división del trabajo llega al punto en el que desde una visión paternalista por parte de la empresa y de una parquedad de miras por parte de quien trabaja, la vida laboral de cada cual se determina no solamente en función de una tarea, de un trabajo concreto que tiene la característica de oficio, o por el título de profesión, sino que además, con lo larga que es la vida, se atiene también a la vida por la que transcurra la empresa.
       En muchas ocasiones se oye que alguien dice que ha estado casi toda su vida trabajando en la misma empresa. Incluso ha habido una cierta tradición y orgullo porque así sea y si han podido han metido a trabajar allí a sus hijos. Nada más pensar que alguien puede estar treinta  o cuarenta años trabajando en el mismo sitio me provoca escalofríos.
      Me haría sentirme un engranaje más de la fábrica.
      La vida de un tornillo al que alguien tiene la obligación de apretarlo.
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Yo creo que esta manera de entender el trabajo que nos dejó aquellos tiempos pasados que fueron de hambre y miseria, ha quedado caduca hace ya algunos años. El trabajo no puede significar vender la vida entera a un extraño que se la apropia y al que todavía hay que estarle agradecido. No tratemos a la empresa y su relación con los trabajadores como si no hubieran pasado unos pocos años del siglo XX.
      Las circunstancias laborales nos han llevado a un punto en el que la falta de trabajo en lugar de liberar al hombre lo somete. Las máquinas, que han conseguido producir más que lo que es capaz de producir la fuerza humana. Esa capacidad de producción, en lugar de liberar a esa fuerza del trabajo la inutiliza y la deshumaniza cuando se traduce esa producción en falta de trabajo para ese factor humano que sustituye. Se ha llegado al punto de una sensación de impotencia y resignación que deja castrada la voluntad de quien no tiene trabajo, para paliar esa falta de trabajo con cualquier otra inquietud o necesidad humana.
      Creo que socialmente es muy preocupante que la mayoría de quienes trabajan defiendan con uñas y dientes su puesto de trabajo como si fuera lo más importante de la vida. Una defensa irracional hasta el punto de que la gran mayoría está haciendo trabajos que no le gustan, en empresas que no aprecian en absoluto y cercenando las posibilidades vivenciales que ofrece la vida alrededor del trabajo deseado, con la excusa de una certeza que en realidad no se tiene porque mañana mismo les  pueden despedir y dejarles la calle como su único medio de vida.
       El trabajo es el medio de vida que los subyuga y humilla.
      Socialmente, influenciados por la filosofía del sistema en el que la falta de trabajo puede ser dramática y traumática, hemos pasado de la maldición del trabajo a la de no tener trabajo. Esta nueva situación supone un verdadero cambio de la civilización contemporánea.
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      Cuesta reconocer que en una parte importante de los puestos de trabajo, desde siempre se ha soportado humillaciones, menosprecios, que se han llevado nada más que con la dignidad que ofrece el silencio. La defensa del puesto de trabajo ha llevado a las personas a soportar abusos sexuales que ahora de vez en cuando se conocen.
       Yo creo que para ver esta realidad no son necesarios muchos estudios, puesto que cada cual, no debe hacer más que escuchar lo que algunas veces ha oído, mirar un poco sus propias circunstancias y rascar en su entorno. No obstante, estudios que se han hecho en sectores importantes y encuestas sociológicas en recursos humanos, en líneas generales, en estos tiempos, siempre hablan de la falta de felicidad que se encuentra en el trabajo por causas que ni siquiera son económicas.
       ¿Cómo puede nadie defender que todo siga así?
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       A quien trabaja con la idea conformada en torno a un puesto de trabajo de duración indefinida, la circunstancia que rompe su ilusión con un golpe seco e irremediable: es el despido.
       El despido es el fracaso de una relación personal en la que quedan afectadas diferentes personas alineadas en cada una de las dos partes. En general, y en cada caso concreto, solamente se valora el despido desde el lado económico: el de la empresa que despide. Será porque es quien decide y porque se supone que para ella la significancia del suceso es más trascendente porque es quien paga.
       Es así siempre, aunque se quiera negar.
       Esta circunstancia que la he visto representada mil veces es la que me lleva a decir que la indemnización por despido, la derivada negociación y su aceptación sin enmienda, es un agravante para los trabajadores que no habría que permitirse porque hace que el despido siempre se considere desde la perspectiva de quien paga.
        Y sin embargo habría que analizar el despido libre desde la idea de que  no hay mayor libertad para un trabajador que poder disponer de su trabajo y buscar uno nuevo cuando lo crea conveniente sin tener que perder de unos derechos en su salario durante el tiempo en el que está prestando su trabajo.
       La idea que sostengo es la siguiente:
       Cada día que trabaje, me pagas el jornal y la parte correspondiente de indemnización y así me podrás despedir cuando quieras y yo me podré ir cuando me dé la gana.
       Al menos esta opción debiera tenerla quien quisiera.
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Yo creo que para quien trabaja lo peor del despido no es que pierda el puesto de trabajo sino que ha dejado que otros tomen decisiones sobre su vida y desde la conciencia que se ha creado desde la cuna, se permite al contratante para que decida a quién despide y cuándo lo despide, aunque esa decisión le cueste dinero.
      Nunca a nadie le han explicado que sin necesidad de que se vean malas que buenas, en cualquier puesto de trabajo, hay que tomar la iniciativa y ser uno mismo quien se despida, cuando lo crea más oportuno, que el siguiente trabajo puede ser mejor que el que tuvo.
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